negativo

miércoles, octubre 03, 2007

Un regalo

Ha sido un día bastante especial, a pesar de que algo sumamente importante no salió tal como esperaba, pero no estoy dispuesto a estresarme por cosas cuya solución escapa totalmente de mis manos. Eran pasadas las cuatro de la tarde y no tenía nada más que hacer, así que decidí irme a caminar por los malecones de Miraflores.
Empecé el recorrido por el parque Domodossola, no sin antes detenerme unos minutos a estar con el mar y el cosmos. Nunca antes había hecho recorridos como esos de día y la magia se empezaba a percibir, de una manera distinta, pero tan especial que como de noche. Pasé por mi odiado Larcomar, pero esta vez no lo bordeé por Armendáriz, sino que seguí lo más cerca del mar posible. Seguí hasta el parque que antecede al Parque Intihuatana, luego pasé por este último, caminé el Puente Villena e ingresé al Parque del Amor, cosa que no había hecho antes en mis caminatas por la zona -te buscaba, Meryl E.-. Seguí hasta el Parque Faro de La Marina; caminaba observando a la gente en los parapentes y a la gente que los observaba, seguí, caminando y observando a la gente: niños, adolescentes, jóvenes, parejas, ancianos, personas corriendo o caminando por deporte, paseando a sus perros, escuchando música con sus audífonos, mirando el mar, un camarógrafo de tv con cámara en mano y una desconocida presentadora de tv; el mundo funcionando y la calma de la vida que sentía a tope.
No quise llegar hasta el Faro y me di media vuelta, caminé hasta uno de los altos de las bancas a sentarme y fumar un rato. Un abuelo con sus pequeñas nietas en bicicleta se acercaban hasta donde estaba. Siguieron su camino y yo también el mío, de regreso, por el mismo sendero, hasta la bajada Balta, desde donde caminé hasta Larco para chapar mi micro ahí. Crucé Berlín y caminé hasta que lo divisé... o a alguien que se parecía e él.
Seguí caminando y observaba cómo detenía sus pasos y su mirada ante algo que no alcanzaba a divisar con claridad. Y vacilaba. Al fin, siguió caminando y yo lo observaba a los ojos, tratando de hacer contacto visual. Ya estaba seguro de que era él. Casi pasó por mi lado cuando me reconoció y le dije "Hola, Sr. R.". Y se detuvo. Y me saludó y me empezó a hablar y me dijo varias cosas, cargadas de afecto y estima (a pesar de solo haberlo visto unas dos o tres veces, hace más de un año ya). Yo le trataba de expresar que el afecto y la estima son mutuas, porque en verdad lo son. Porque en su familia yo siempre sentí una acogida muy calurosa, siempre me sentí "como en casa". Nos despedimos, me extendió -otra vez- una invitación a su casa, cuando quiera, tal como me lo dijo hace más de un año, cuando Ella se fue.
Me subí al micro y me senté al fondo y las lágrimas empezaron a brotar. Lágrimas de nostalgia, emoción, alegría, añoranza, cariño, etc. Pero yo estaba feliz y lleno de paz. Además de la alegría que me causó el encuentro, me sentía felíz porque hacía muchos meses que no me sentía tan cerca de Ella. Encontrármelo fue un maravilloso regalo para mi, algo absolutamente inesperado.